Siempre creí que parte de mi labor como mamá era ser una profesora que iba impartiendo lecciones y correcciones. Una vez más, de tantas, solo el tiempo me demostró lo equivocada que estaba. La profesora no soy yo, es mi hijo. Un profesor sin cantaleta, sin mano dura, sin nociones de disciplina positiva y siempre dispuesto con una sonrisa noble, a enseñarme la vida sin restregarme en la cara mis errores.
No es un secreto y ya es un cliché, decir que los hijos son los mejores maestros. No es que no lo sean, lo son. Es un cliché muy cierto. Son excelentes maestros, un hijo es la mejor excusa para entender la vida, recordar su significado y desaprender mañas malucas que de adultos adoptamos. Lo que pasa es que nosotros, los adultos, somos pésimos alumnos.
Se nos llena la boca al decir que nuestros hijos nos han enseñado nobleza, humildad, paciencia, bondad. Pero la misma boca se nos llena de alegatos, se nos llena de todo, menos de esas virtudes que nuestros hijos tratan de enseñarnos a diario, cuando estamos sumergidos en la cotidianidad,
- Mi hijo me ha enseñado a sonreír más.
¿Y entonces por qué la mala cara con el marido?
- Mi hijo me ha enseñado a ser paciente.
¿Y entonces por qué la cara de puño en la fila del banco?
- Mi hijo me ha enseñado a perdonar
¿Y entonces por qué aún no le hablamos a esa persona con la que peleamos hace años?
- Mi hijo me ha enseñado humildad.
¿Y entonces por qué somos tan soberbias con otras mamás?
Gracias a mi hijo supe lo que era ser noble. Pero, yo, por ejemplo, me tomo todo personal. Si alguien, por ejemplo, me dice “cómo estas de flaca” jamás lo tomo como un piropo, sino que presumo que me están diciendo garra-desabrida-gancho-poca-carne-desprovisto-de-virtudes-y-sexppeal.
No es culpa de ellos, la gente no sabe que siempre he querido ser más trosuda (por no decir más costeña y menos cachaca), y no es culpa mía, vivo en un mundo lleno de desconfianza, donde las palabras que salen de la boca de otros hacia nosotros siempre son oídas con prevención.
Sentimos en esas palabras una carga, la tengan o no, de juicios de valor e indirectas mal intencionadas. Muchas veces me he arruinado el día por el solo hecho de pensar que las palabras que alguien me lanzó estaban destinadas a minar mi energía. Puede que muchas lo hayan estado, seguro otras no, pero sea como fuera, ¿qué estúpida concepción de la vida me domina para recibirlas de una manera negativa tan fuerte capaz de amargarme la existencia? La nobleza que tanto admiro en mi hijo escasea en mi cuando más lo necesito.
Su nobleza para recibir las palabras es algo maravilloso. No es que no le importe lo que se le diga o el tono en el que se le hable… sino que pareciera no entender que ciertos palabras y entonaciones son usadas para mandarnos al carajo. Gracias a esa incomprensión inconsciente, yo creo que es consciente y eso es lo grandioso de ser niño, no hay todavía un humano que sin su permiso le dañe la sonrisa. Es como si al oír estas palabras, mi hijo omitiera la entonación o incluso muchas veces su significado y las transformara en frases conciliadoras para continuar con su juego feliz.
Hace unos días mi hijo jugaba con unos niños, por jugar me refiero a que él quería jugar con ellos, pero estos niños ya estaban en algo bastante divertido entre ellos y lo último que querían era integrar a mi hijo al juego. Mi hijo los estaba interrumpiendo con preguntas que para ellos obviamente por la situación eran fastidiosas e inoportunas.
- ¿De qué color son tus ojos?
El otro niño siguió jugando entretenido
- Oye ¿de qué color son tus ojos?, mi hijo insistía.
Entre el desespero y la rabia el otro niño, con un tono que decía a los gritos “déjame en paz” le contestó:
- ¡Aichhh no sé! ¡Déjanos jugar!
Yo sentí que el corazón se me arrugaba, no hay modo de oír a alguien, así sea otro niño inocente, hablarle de manera poco amorosa a tu hijo y seguir como si nada. Una parte de mi quería decirle al niño: “Oye, no seas así, no lo ignores, contéstale, y háblale bien, él solo te está haciendo una pregunta” … bueno, siendo sincera, lo que en realidad quería decir era: “chino grosero, que antipático, si mi hijo no te está haciendo nada malo, vamos Lolo no te juntes con esta chusma”.
Por fortuna no dije ni lo uno ni lo otro, mi hijo se volteó a decirme de la manera más dulce:
- Mami, él no sabe de qué color son sus ojos
Y acto seguido, se entretuvo con otra cosa en el parque como si nada hubiera pasado.
¿Entienden para dónde voy?
Ahí en dos segundos mi hijo me daba una clase magistral, por dos segundos el corazón volvió y se me estremeció, pero esta vez de felicidad. Por dos segundos pensé seriamente que debía reaccionar cada vez más como mi hijo, que me urgía aprender a recibir las palabras con amor vengan o no vengan amorosamente, que necesitaba cuánto antes tomarme la vida más tranquila, verla a través de los ojos de mi hijo. Por dos segundos creí haber descifrado la clave de la felicidad y el propósito y la razón de ser madre. Por dos segundos estuve a un paso de ser la Madre Teresa.
Para que cuatro segundos después, el zen que me poseía le diera vía libre a la adulta desconfiada y prevenida que habita en mí, para que alegara con la señora que se parqueo mal en el espacio que yo ya había separado para mí.
Decimos a los gritos cuánto nos han enseñado nuestros hijos y poco de esa enseñanza se la regalamos al mundo. Si los hijos son grandes maestros, no nos queda de otra que aplicarnos como alumnos.
Yo he decidido empezar a rehabilitar materias para ser una mejor alumna. Quiero poder decir que mi hijo me ha enseñado a sonreír más y en efecto empezar a sonreír más. Quiero decir que mi hijo me ha enseñado a perdonar y de verdad poder pensar en los que nos han hecho daño con paz y hasta con cariño. Quiero dejar de gritarle al mundo la cantidad de cosas lindas que me ha enseñado mi hijo, quiero que el mundo las vea. Quiero poder escribirles hoy que mi hijo es la persona más noble que conozco y que yo trataré todos los días de mi vida, no solo por parecérmele un poquito sino por asegurarme de que esa nobleza jamás pierda su tamaño.
Sonríanme de vuelta si me ven faltar a mi promesa, háblenme suave si yo no lo estoy haciendo… de esa manera me enseña mi hijo. Ésa debe ser la fórmula correcta, llevo años haciéndolo de la otra manera y el mundo no se ha vuelto un mejor lugar por ello…creo que es hora de aplicarme, aprender y darle ese punto a mi hijo.
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