Lágrimas
12 Sep, 2023
por Ana María Medina

Llorar con gafas es un fastidio. Los lentes se empañan, las lágrimas se estancan sin poder correr libremente por las mejillas y, las manos urgidas por tapar el rostro, quedan relegadas a la inminente tarea de limpiar las gafas y no a la de abrazar la tristeza. Esther se ajusta las gafas por tercera vez confiada en que el llanto descontrolado, que la ha obligado a encerrarse en el baño, ha cesado. Se equivoca, habrá de repetir la tarea, gafa, pañito, pañuelo, sonada, dos veces más.  Su vientre la patea desde adentro pidiéndole un cambio de ánimo o al menos de posición. Tiene siete meses de embarazo y hoy ha muerto su padre. Hace una semana no sentía las pataditas a las que el bebé la tenía acostumbrada y la ausencia de sentir vida en sus entrañas, contrario a lo que puede experimentar cualquier madre, la llenaba de calma. Hace una semana, también, había salido de la clínica empujando a su padre en una silla de ruedas con una sentencia de muerte en una mano, y en la otra, la impotencia ante una ciencia que declaraba no poder hacer nada más por un cuerpo atacado por un cáncer de colón.  

—Pásame un cigarrillo.

—Papá, no creo que…

—¿Es que no oíste nada allá adentro? Todo lo tengo jodido menos el pulmón.

Esther sacó de su cartera una cajetilla de cigarrillos President, tomó dos, uno para él y otro para ella. Sabía que su padre, esta vez, no soltaría sus usuales improperios “esto no es fumar, esto es echar humo” contra un cigarrillo que no era Piel Roja. En lugar de las quejas le tarareo sonriendo «fumar es un placer … genial».

Esther entonces le pasó el cigarrillo encendido y se sentó a fumar el suyo a su lado en completo silencio. No es una exageración decir que su padre fumaba sin parar un cigarrillo tras otro desde que se levantaba hasta que se acostaba. La cantidad de cigarrillos que fumaba al día tenía una explicación más allá del gusto o la adicción; su padre había perdido la mano derecha manipulando pólvora a los 10 años. Había aprendido a llevar una vida normal, montaba a caballo, recogía la cosecha de cebolla, aceptaba sin rencor ser llamado el manco por los pocos que sabían su situación, pues se desenvolvía con tal destreza en el mundo que la mayoría de la gente no notaba que le faltaba la mano que hábilmente camuflaba con su ruana. Pero encender un cigarrillo le implicaba un esfuerzo extra que había decidido solo ejecutar una vez al día: ponía el cigarrillo en su boca, con su mano izquierda tomaba un fósforo y lo ponía sobre la mesa (a veces tomaba dos en caso de que uno se apagara antes de cumplir su cometido), en su brazo mutilado colocaba después la caja de cerillas apretándola con el bíceps, con su mano izquierda tomaba el fósforo lo pasaba por la lija de la caja y encendía su primer  cigarrillo. Para no tener que repetir esta tarea dispendiosa en el campo, en frente de amigos y desconocidos, para no perder tiempo, cuando el cigarrillo estaba por acabarse tomaba uno nuevo y encendía uno con otro sucesivamente a lo largo del día. Si en promedio una persona tarda en fumar un cigarrillo 7 minutos, en una hora habrá fumado más o menos ocho cigarrillos, en 12 horas, teniendo en cuenta que su padre se levantaba con los primeros rayos y, a las seis de la tarde cuando oscurecía mandaba a todos a la cama, fumaba, mal contados, 96 cigarrillos al día. Razón suficiente para celebrar, si cabe esa palabra dentro de este contexto, que sus amados Piel roja no eran la causa del cataclismo que dentro de su cuerpo se libraba. Cuando Esther notó, por el calor de sus dedos que su cigarrillo estaba por acabarse, encendió otro para su papá, no con la intención de complacerlo sino de alargar el tiempo antes de dejarlo en su casa y volver a la suya, al lado de su esposo y sus hijos, fingiendo que la muerte no los acechaba.

Si estuviera en sus manos cambiaría la vida de su padre por la del bebé que llevaba en el vientre. Era un pensamiento que se le había metido en la cabeza hace unas semanas, ya tenía tres hijos y éste era un embarazo que le había llegado por sorpresa. Se sentía atroz de que fuera capaz de abrigar semejante idea, pero los pensamientos, contrario a las acciones, se amotinan en la mente sin que se pueda ejercer un control. Los escenarios más macabros nacen en alguna neurona y mueren allí sin salir al mundo real. Su bebé, a sus 28 semanas, le había dicho su ginecólogo, ya estaba completamente formado, ya abría y cerraba los ojos, ya podía oír su voz y otros sonidos desde el exterior, tenía ataques de hipo y sólo le faltaban dos meses para nacer en los que lo que haría sería ganar peso y tamaño. Sí, era un pensamiento salvaje querer intercambiar esa vida por la de su padre, pero creía que podría vivir sin un pequeño ser que no había visto jamás y no sin un padre cuyas ideas y tono de voz la contenían. La muerte tenía un pacto con la vida en esta familia, no en un sentido metafísico o religioso sino literal. Siempre moría alguien a escasos meses del nacimiento de otro, o viceversa. El día que murió su madre nació su prima Rosaura; su hermana Julia Elvira murió dos meses después del nacimiento de su primer hijo, mamá Lucila murió cuando Esther estaba en trabajo de parto de sus gemelos. Los nacimientos y los entierros se relevaban en una sincronía tan perfecta que era difícil, hasta para el más escéptico, no creer que el universo, a modo de guiño, premio o castigo, ejecutaba sin fallas un pacto de equilibrio familiar. Alguien moría, alguien nacía, alguien nacía, alguien moría. Los embarazos cargaban melancolía y los duelos se teñían de esperanza. Como si acabara de comprenderlo todo, Esther creía que con desearlo podría jugar la última baraja en favor de su padre quien, creía, era el único vínculo de la infancia importante y real que le quedaba en este mundo. El padre, a su lado, parecía no pensar en nada, le bastaba observar cómo se mezclaba el humo de su boca con el aire. Ningún doctor o enfermera, de los tantos que pasaron por ese callejón junto a la entrada del hospital, se escandalizó de la imagen entre bocanadas de humo que daba una mujer embarazada y su padre moribundo. 

Ahora, frente al espejo, sabe que no es la contracción la que la pone de pie ante su reflejo, sino el deseo de reconocerse en él. Su padre ha muerto esta mañana de un infarto y la única vida a la que puede aferrarse ahora es a la que se gesta en su vientre. Las gafas se han vuelto a empañar, ya no sabe si llora por haber perdido a su papá o por haberse creído un dios, así fuera solo en los recovecos de su mente, poniendo como trueque la vida que ha vuelto a patear con todas sus fuerzas sus entrañas. A la memoria le fascina torturar con los recuerdos que más duelen y por eso las lágrimas no paran de caer sobre las gafas. A sus 37 años acaba de aprender otra palabra: desosiego.


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